Le
pregunté a mi maestro cómo se puede cambiar el mundo.
-Hay
que removerlo todo- me respondió.
Me
habían servido tanto sus enseñanzas que lo creí a pies juntillas,
y removí y removí, pero al cabo me di cuenta de que, aunque todo
parecía distinto, todo seguía siendo igual de atroz. Tan solo
habíamos cambiado de pesadilla. Entonces me incliné con respeto
ante él y, mirándolo a los ojos, le dije: “He visto que el mundo
no se arregla removiéndolo, voy a seguir buscando”. Y me fui a ver a la anciana maestra
de arco que vivía al otro lado del valle para preguntarle.
La
encontré practicando. Era cierto lo que me habían advertido: no
todas sus flechas daban en el blanco. Como si hubiese leído en mi
mente, me dijo con sencillez: “De cada tiro que no acierto, aprendo
algo”, y luego, con una chispa en la mirada que todavía no he
olvidado, añadió: “Lo principal es entender que el blanco que de
verdad importa no es el punto que está en el centro de la diana,
sino el lugar en el que la flecha y el centro de la diana ya se
encuentran unidos. Ése es el que importa”. Después, tras un instante de
silencio, aún dijo: “Ahora bien, ese lugar no es a la flecha a
quien le corresponde encontrarlo, sino al arquero”.
Yo
estaba desconcertado, no la entendía. Además había hecho ya un
largo camino, y sus palabras me hacían sospechar que ante mí
aguardaba otro todavía más largo.
-¿Y por dónde puedo empezar a buscar ese lugar?-pregunté desconsolado-
El mundo es ancho y lo atraviesan múltiples caminos…
Se rió y dijo:
-¡No,
no se trata de ir a ninguna parte, no es fuera, sino dentro de ti donde
está el lugar al que debes ir!
Y añadió suavemente, casi
como si me confiase un secreto: “Justo allí donde siempre te has
estado esperando a ti mismo”.
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